Cuando decimos que la economía venezolana
se basa en la industria petrolera estamos diciendo una mentira. El petróleo constituye el grueso de nuestras exportaciones, pero
nuestra economía, como todas las del planeta, se basa en tener una población
viva y que trabaja, por lo que los sectores industriales
más importantes para nuestro país son los del agua, la comida, la salud y la
electricidad.
Son cosas que hasta ahora no habían faltado y las
dábamos por sentado. Pero ya eso cambió, y dicho cambio es, en parte, climático.
Cuando los ambientalistas nos preocupamos por el
cambio climático es, entre otras cosas, porque sabemos que tiene el
potencial de destruir nuestra economía, y con ella a la sociedad en su
conjunto. Si no tomamos acciones efectivas y radicales, los
resultados serán sequías que imposibiliten la recuperación de nuestra
producción de alimentos, aumentos de la temperatura que facilitarían
epidemias de enfermedades tropicales y diarreicas, colapso de los sistemas
actuales de generación eléctrica y sed. Son consecuencias que ya se sienten.
Todo esto está documentado y bien explicado con
bases científicamente sólidas. ¿Cómo resolver el problema? Lo primero es
mitigarlo, hacer que sea menos grave de lo previsto reduciendo al
máximo las emisiones de gases de efecto invernadero como el CO2. Lo
segundo, igualmente importante, es adaptarnos a sus efectos inevitables.
Tenemos que estar preparados para sequías, inundaciones y epidemias.
Pues bien, la clave para que Venezuela
mitigue y se adapte al cambio climático, la clave para salvar al país de esta emergencia,
se encuentra en Guayana
No es el oro y el coltán, ni el hierro ni los
diamantes. La herramienta que nos da Guayana para enfrentar esta
catastrófica coyuntura es su selva.
Los bosques tropicales venezolanos sepultan en su
madera y en sus suelos hasta 300 toneladas de carbono por hectárea. Son
cementerios de gases de efecto invernadero, por lo que preservarlos
es fundamental para mitigar los efectos del cambio climático. De ello se deriva
que destruirlos tiene el efecto contrario: libera todo ese carbono a la
atmósfera en forma de CO2, contribuyendo enormemente al
calentamiento global, agravando el fenómeno.
Los bosques de Guayana son también claves para
adaptarnos al cambio climático porque son fuentes de agua. Su cobertura vegetal
promueve temperaturas terrestres más bajas y mayor incidencia de lluvias y
condensación, lo que se traduce en enormes reservas hídricas como los
ríos Paragua, Caura, Caroní y Orinoco, que llenan embalses como
Guri, que en algún momento pudo cubrir hasta el 65% de la demanda
eléctrica nacional. Los bosques guayaneses son agua para beber, agua para la
producción agrícola y agua para generar electricidad.
Los bosques de Guayana también son reservorios de
biodiversidad, dentro de los que se incluyen depredadores de los
vectores de las principales enfermedades tropicales, como dengue, fiebre
amarilla y malaria. Cuando el ecosistema del bosque permanece intacto, las poblaciones
de vectores se mantienen a raya. Pero cuando el humano se adentra en esta zona
tórrida, deforesta y elimina la biodiversidad, los vectores prosperan y
convierten al humano en la presa que él mismo eliminó. Así, la minería en la
selva dispara epidemias potencialmente catastróficas de enfermedades
tropicales, principalmente la malaria, cuyo vector, el mosquito Anopheles, tiene ahora un hábitat más
extenso gracias al cambio climático y podría alcanzar lugares como la
cordillera central y la andina.
Así que los bosques guayaneses son el respirador que nos
mantendrá vivos como sociedad hasta que se logre la
transición a una economía sostenible en el tiempo, que soporte los efectos
del cambio climático que ella misma creó. Por eso los ambientalistas nos oponemos tan
férreamente al desarrollo minero. No existe minería sin deforestación
y emisiones de millones de toneladas de gases de efecto
invernadero. No existe minería sin contaminación de los cursos de
agua de Guayana. No existe minería posible en el Estado Bolívar que no exponga
a mineros (y a través de ellos, al resto del país) a la malaria, la fiebre
amarilla, el dengue y otras.
Por cierto, este decreto también va en contra del
acuerdo de París, que Venezuela acaba de ratificar, comprometiéndose a reducir
en 20% las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel nacional. Nos pone
del lado de los enemigos de la humanidad, al sabotear el enorme esfuerzo que el
planeta hace por conservar su clima.
El desarrollo del Arco Minero del Orinoco es
entonces no un clavo, sino la tapa del ataúd de nuestro país. El
desarrollo minero al sur de Venezuela implica la destrucción de la fuente
principal de lo que realmente necesitamos para sobrevivir como
sociedad y como humanidad al cambio climático: agua, comida, salud y energía.
Carlos Peláez
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